jueves, 12 de junio de 2008

UN ESCALOFRÍO

Cuando aquella tarde abrió la caja que guardaba, un tanto escondida, al fondo de aquel altillo del enorme armario del pasillo, buscando su primera nómina para enseñar a sus hijas, lo primero que vio, fue aquella carta y un escalofrío la recorrió recordando la fatídica tarde hacía ¿cuántos años?... Aquella carta preocupada pero decidida, la carta en la que él le había dicho (¡qué fácil!), que no quería hacerle daño...
Lo había ido a despedir a la estación pero, como era tan temprano y estaban cansados del largo paseo, se sentaron a charlar en el tren (todavía los trenes tenían aquellos, a veces magníficos, otras no tanto, vagones divididos en departamentos o compartimentos para muy pocas personas) y, de repente (bien sabía ella que estando en su compañía se olvidaba del tiempo y cualquier otra cosa que no fuera él), el tren se puso en marcha.

Corrieron a la puerta y aunque iniciaba la marcha, entre las dudas y el “no saltes”, ya había adquirido una ligera velocidad. A pesar de todo, tenía que bajarse, no podía seguir, no tenía billete ni luego posibilidad alguna de regreso, así que saltó.
Llevaba zapatos de tacón y una falda, con una ligera abertura, pero muy recta. Sólo recuerda que puso el pie en el andén y ya se vio a cuatro patas con el resto del tren pasando por encima. No tenía ni idea de la caída.
No ha vuelto a vivir y menos a protagonizar momentos tan angustiosos.
Aunque le pareció una eternidad el tiempo que transcurrió agazapada, sin pestañear siquiera, entre el andén y las cercanísimas ruedas, fue tan sólo un momento, quizá sólo segundos, y el tren pasando, cada vez a más velocidad.
Sin embargo recuerda nítidamente lo que pensaba mientras el aire agitaba sus cabellos y notaba como su ropa se movía: “puede engancharme..., algún elemento saliente puede encontrar mi chaqueta, o cabello..., algo me roza el pelo... el tren me arrastraría entonces... puede engancharme, puede engancharme”...
Mientras, no tiene sensación de haber pasado miedo, ni haber musitado el manido “Dios mío” al que tanto se agarraba en aquella época. El miedo, el pavor y los escalofríos, vinieron luego, junto con el insomnio, cuando reparó en que estaba viva y no era lógico.
Lentamente había ido anocheciendo y el jefe de estación, en aquel tiempo todavía con farolillos para dar la salida, estaba esperando arriba cuando todo pasó, sólo le dijo con un lívido semblante: “pensé que tendría que ir a buscar una pala para recogerla” y le dio su mano para auparla.
Cada vez que como esa tarde algo le recuerda aquello, un escalofrío la recorre.

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