martes, 29 de marzo de 2011

SU HERMANO MAURO


Los pasos de Iria eran cortos, como si, circunscritos a las líneas del empedrado en la acera, los propulsara el tictac de un reloj o un monótono diapasón. Eran pasos concentrados, como si cada uno de ellos encerrara el secreto de la existencia y por ese motivo hubiera que almacenarlos en un lugar precioso. Eso haría, pensó.
Era temprano, pero aquella rúa ya olía a naranjo florido. El azahar, que finalmente se había aclimatado a unas calles que no le eran propias, comenzaba a brotar con fuerza, llenando de alegría aquellas tristes ramas, tras un invierno largo, oscuro, muy frío y húmedo. Así de turbios, creía, que habían sido su mirada y sentimientos algunos años atrás. Estaba contenta de haber superado esa etapa y, sobre todo, de haber conseguido recuperar esa especie de ingenuidad, que a ella le gustaba especialmente porque le hacía disfrutar con todo; lo mismo con grandes placeres como la música, el arte, la naturaleza, como con aquellos otros, generalmente denostados por su simplicidad o sencillez.
Aspiró largamente y repitió el movimiento llenando la parte inferior de los pulmones. Luego, despacio, los vació, notando que el aroma, incluso la luz, la belleza y el aire fresco y limpio, se introducían en su interior para quedarse.
Era tan joven como la jornada que comenzaba su andadura, tan pequeña y leve como cualquiera de los cortos días que conformaron la estación que tocaba a su fin, tan inexperta como aquellos naranjos que habían sido obligados a enraizarse en tierras ajenas y, sin embargo, tan sabia, serena y resistente, como la savia que recorría los delgados troncos de aquellos árboles.
Dejaría expedita la puerta del recinto que sus pies iban formando al jugar con la silueta de la piedra y allí almacenaría esas sensaciones, custodiadas por la memoria de la mañana. Muy cerca se hallaba aquel otro espacio que encerraba la decisión que la encaminaba en ese momento.
Creía conocer bien, a fuerza de razonamiento, el riesgo personal y profesional que asumía, pero estaba segura de lo que quería. Sus padres habían tratado de disuadirla pensando que tal determinación podría, en algún momento, hacerla sufrir. Pero acabaron dándose cuenta de que era sólidamente firme y, entonces, orgullosos, le prestaron todo su apoyo.
Recordó con una sonrisa aquel día lluvioso, hacía ya dos cursos, en el que, reunidos el grupo de amigos en el café de siempre, comenzaron a hablar del futuro y a especular sobre tal o cual profesión, incluso haciendo chistes acerca del dinero que se ganaba con una u otra. Entre todos, solamente ella lo tenía claro, sabía lo que quería hacer, sin asomo de duda.
Miró el reloj, todavía tenía tiempo de mantener el ritmo sereno y lento, que le ayudaba en sus reflexiones. Pasó los dedos sobre el cristal de la esfera y sonrió pensando en su hermano. Ella era la mayor y 8 años más tarde, cuando nadie lo esperaba, llegó él.
Mauro era un hermoso niño, con unos profundos ojos de mirada huidiza, al que, después de incesantes recorridos por muchos especialistas, terminaron diagnosticando Síndrome de Autismo. Superados el miedo y desconciertos iniciales, sus padres se volcaron en el niño y su madre dejó de ejercer su profesión para estar ahí, a su lado.
Aquel nuevo ser, había llegado para trastocarlo todo.



Recordaba los celos casi enfermizos que sintió durante los primeros tiempos, el estúpido odio que había sentido cada vez que percibía la ternura con que su padre lo mecía en brazos, o cuando sorprendía unas lágrimas de desvelo suspendidas en la mirada de su madre, hasta entonces limpia, juguetona y alegre.
¿Quién era aquel ser que había llegado para desviar la atención y mimos de sus padres?.
¿Qué se creía aquel niño que daba tanto trabajo?
¿Por qué su cuidado ocupaba tanto tiempo de todos?
¿Por qué ya no podían salir como antes de paseo, sin que el enano les estropeara los juegos con unos berrinches y pataletas inacabables, sin razón ni motivo aparentes?
¿Por qué su padre ya no la ayudaba con los estudios al regresar a casa?
¿Por qué ese tiempo que era suyo, ahora se lo dedicaba exclusivamente a Mauro?
¿Por qué ya no le preguntaban, casi nunca, qué te apetece hacer, al terminar los deberes?.
¿Por qué, sin embargo, a veces notaba un sentimiento de culpa por ser como era?
Durante el transcurso de los dos primeros años de la vida de su hermano, no llegó a comprender que nadie la había abandonado y que la inquietud, incluso las primeras lágrimas, no eran porque estaba ella y molestaba, sino por el temor a lo desconocido, el miedo a perder la fuerza, a no ser capaces de responder como era su obligación... Y, tampoco fue capaz de considerar que no era culpa de su hermano.
Iria simplemente se sentía abandonaba. Antes, sus padres compartían con ella el tiempo libre y ahora, la prioridad era siempre Mauro. A veces se lo quedaba mirando y, en algún mal momento pensó que mejor si no hubiera nacido.
Fue una mala época para Iria, de la que, ahora estaba segura, había salido con el carácter fortalecido y con una sensibilidad especial para aceptar sin resquemores, lo que no era habitual, cotidiano, igual y corriente. Había aprendido a mirar lo distinto y diferente, a valorar, aceptar, respetar y ser generosa.
Tenía que agradecer a sus padres, siempre atentos que, luego de una primera etapa en la que estuvieron un poco desconcertados, procuraban compartir con ella, tanto la preocupación como los avances, por muy ligeros o leves que fueran.
Ahora sabía también que, los sentimientos negativos hacia su hermano, la obligaron a fijarse y, casi sin darse cuenta, comenzó a acercarse para observar. Al principio fue simple curiosidad, al notar las miradas de arrobo y embeleso que, a pesar de todo, le dedicaban los demás. Claro, Mauro era tan guapo, tan singular, tan atrayentemente extraño...
Finalmente, sus ansias de conocimiento, la impulsaron a intentar entrar en el lejano mundo que parecía habitar aquel ser. El cariño surgió despacio, a medida que fue perdiendo el miedo. Y los celos quedaron sepultados, aquella primera vez que osó acariciar su carita. Las yemas de sus dedos, todavía guardaban memoria de ese primer roce.
Irene recordaba con especial cariño el día en el que Mauro, por vez primera, permitió que sus miradas se encontraran por un segundo. Dentro de ella hubo algo así como una revelación; lo que sintió, no podría olvidarlo y fue la constatación de que había otros mundos y otros seres, distintos, pero igual de enormes y seguramente con muchas cosas que decir y hacer.
Poco a poco, llegó a quererlo intensamente. Aprendió además, que no era único y que no estaban solos en aquel camino. Su interés fue creciendo a medida que se acercaba a su hermano y que obtenía cualquier “respuesta”.
Cuando llegaron las primeras sonrisas al rostro de sus padres, ella comenzaba a estar preparada para compartirlas y para apoyarles cada vez que el desánimo se apoderaba de ellos. Cuando eso sucedía, los tres se tomaban de las manos hasta que, cualquiera de ellos, generalmente su padre, decía o hacía algo que los hacía reír y los animaba e impulsaba a seguir.



Han transcurrido ya 10 años e Iria siente que, tras el dolor inicial, todos los miedos, el arduo trabajo o el esfuerzo siempre incesantes de sus padres, de todos los que les ayudan o asesoran y de ella misma (tras “su etapa negra” como la llama), el resultado es fructífero. Están muy contentos del desarrollo de Mauro. Iria siente un regusto de orgullo por haber podido tener la oportunidad de formar parte de todo aquello. Queda trabajo y más esfuerzo. Pero a veces tiene la impresión de que su hermano, día a día, es más autónomo y ello la llena de satisfacción



Mientras caminaba y recordaba, mantenía sus dedos acariciando la esfera de su reloj de pulsera. Ese gesto, ya casi un tic, hizo asomar una nueva sonrisa a su rostro. A su hermano le gustan los relojes. Así que, como su madre nunca tira nada, luego de rebuscar por todos los rincones de la vieja casa y pedir a su familia y amigos todos los que pudieran tener inservibles, habían conseguido reunir bastantes artefactos de todas las clases inimaginables para que Mauro disfrutara. Aquellos trastos inservibles y viejos, primero formaron largas filas que, meticulosamente, el niño iba ordenando y alineando, siguiendo una especie de patrón que solamente él parecía conocer.
Más tarde, comenzó a manipularlos. Vieron como conseguía destriparlos y, poco a poco, con método, intentaba montarlos de nuevo. Un día se dieron cuenta de que lo había conseguido, por lo que, el juego con los relojes, se convirtió en un precioso campo de experimentación y aprendizaje, para familia y terapeutas. Había relojes por todos lados, fotografías y láminas, en colores, viejos y nuevos...
Hacía ya dos años se produjo la gran sorpresa: descubrieron a Mauro, como tantas veces meciéndose y con un viejísimo reloj de cuerda de uno de los abuelos, pegado a su oreja. Parecía feliz y ¡no era para menos! Porque, aquel cachivache, para todos obsoleto y hacía mucho tiempo fuera de uso, funcionaba.
Ése fue el momento en el que Iria pensó en el potencial que seguramente encerraba aquella cabecita y tomó la determinación de prepararse para dedicar su futuro al trabajo en pro del mejor desarrollo de aquellos seres que, como su hermano, tan inaccesibles parecían a veces. Ella creía que eran peculiares, pero sobre todo estaba segura de que muy singulares. Y esa singularidad era una potencia que había que cuidar, mimar, potenciar e impulsar.
Contaba a su favor con unas buenas dotes de observación, mucha paciencia, sensibilidad e iniciativa y todo lo que había ido aprendiendo desde que Mauro compartía y, de una manera fantástica, enriquecía sus vidas.



Había estado acariciando la esfera de su reloj de muñeca todo el rato, por lo que, cuando sus dedos tocaron el metal de la manilla de la enorme puerta de la Facultad, notó la diferencia de temperatura con una sonrisa. Había sido un buen paseo hacia su labor diaria, accionó el mecanismo para abrir y empujó.

Imágenes: Elia Fuentes, Seixo, Xalundes.

miércoles, 2 de marzo de 2011

MIEDO


Era otro aciago día como aquel que recordaba, el que tenía prendido con invisibles maromas en un compungido corazón, unos asustados ojos y los oídos que todavía guardaban aquellos retumbantes sonidos. Una jornada que todavía lijaba su carne, produciendo rasponazos indelebles.
Ahí estaba de nuevo el temor atávico, aquel miedo casi irracional que le impedía actuar con calma y libertad, que la mantenía casi paralizada ante aquella ventana que daba al no muy lejano muelle de abrigo, presa de la mirada, sin poder apartar las terminaciones nerviosas de los atronadores truenos, del un viento ululante que izaba, zapateaba y agredía sin medida, de aquellas olas que, a fuerza de vigor, potencia y un terrible y destructor coraje, desdibujaban los perfiles cotidianos y no acariciaban las largas horas.
Estaba allí, pendiente, pegada al cristal desde hacía tres horas,  como si su presencia y la fuerza de su mente fueran algo necesario para que tormenta, agua y aire, pudiesen encontrar acomodo.
Desde que había comenzado, el color o de la ausencia de otro tono que no fuera lúgubre, amenazante, oscuro y subterráneo, se extendía como un frío manto tiñendo el mar, el atónito firmamento que le daba cobijo y las piedras ensimismadas. Las nubes semejaban un poco desconcertadas y parecían desconocer cuál era su cometido.
Las uñas clavadas en las palmas de las manos, no impedían que su cuerpo reaccionara con esporádicos y agoreros estremecimientos, acompañando una lágrima temerosa que resbalaba, buscando destino y justificación.
Mientras, meciéndose, musitaba oraciones como un mantra descosido y desconocido. Y el grito callaba en una garganta estremecida.
En aquella hora lejana, su madre y ella habían esperado en vano. La ausencia de sus queridos papá y hermano todavía producía dolor. No podía repetirse aquello. No debía. Otra vez no.
Pero la radio y la tele no paraban de escupir desoladoras noticias y tristes vaticinios.
¡No!
Hoy era él. Aquel, gracias al cual su corazón había recuperado los latidos y su rostro la sonrisa, el padre de aquellos dos pequeños seres que, ajenos y a pesar del estruendo que no amainaba, jugaban en la habitación vecina.
Era la hora del regreso y no podía dejar de pensar que aquella madrugada, como en la otra,  ella le había suplicado: “no salgas hoy, han dicho que no salierais hoy...”


Imagen de Elia Fuentes, Seix0, Xalundes.

martes, 15 de febrero de 2011

TRAS EL FRACASO.


Sus ojos derramaban lágrimas de silencios y de nostalgias que le impedían que pudiera pulsar sus sentimientos. Mientras, se daba cuenta de que todavía era capaz de colocar cada uno de sus dedos, en el teclado de la vieja Hispano Olivetti que había encontrado arrumbada en el trastero.
Sin embargo, estaba muy claro, hoy su alma ya no compartía nada con aquellas teclas que la vieran nacer como escritora y el trabajo que durante dos días había llevado a cabo para limpiar y engrasar la máquina, había sido totalmente vano.
Ni siquiera, de la tristeza vital que la embargaba, era capaz de extraer alguna idea que valiera la pena para traspasar a un ensayo o a cualquier novela. Tenía claro que tampoco sería capaz de escribir un cuento.
Su egoísmo la había impulsado a alejarse de cualquier compromiso personal, profesional o de cualquier tipo que no redundara en su exclusivo beneficio. Y, por lo tanto, esgrimiendo la soledad como clave para su creatividad, hacía años que se había marchado de su patria y vivía sola en un estudio de un impersonal rascacielos situado en un piso 23.
Ahí estaba su pecado y ahí creía que radicaban todos sus actuales problemas; el voluntario destierro había dado como resultado, no tan solo la propia soledad sino un paulatino y total vacío esencial.
Ya no era casi nada y ni siquiera tenía un pálido heredero para que se lucrara de los beneficios de su obra publicada.
Se iría borrando lentamente, de la misma manera que su perfil en un espejo empañado. Así que, tras la constatación de su rotundo fracaso, miró al vacío exterior y tomó la única determinación que le parecía lógica: abriría aquella ventana y se iría deshaciendo de ella misma, comenzando por aquellos...

- Dos cajas de lapiceros que guardaba con cariño por su delicioso olor a madera,
- las gomas de borrar, de las que todavía se podían extraer viejos aromas,
- tres o cuatro estilográficas; una de ellas muy hermosa y carísima,
- dos tinteros de tinta azul, uno con tinta negra y otro de un rojo intenso.
- diez o doce bolígrafos, de variados colores, un par de ellos, preciosos.
- la propia Hispano Olivetti, por la que se pelearía cualquier anticuario, más ahora que se había molestado en ponerla a punto,
- el Ordenador, el portátil y todos sus “adláteres” y apéndices.
Así que, apiló todas las cosas en una mesa junto a la ventana y, tras abrirla, comenzó la descarga.
Cuando terminó, pensó muy tranquila: “ahora solamente falta que vengan a deternerme”

Imagen: Obra de Paul Klee, "Anatomy of Aphrodite".

martes, 25 de enero de 2011

CAMINO DE CASA

http://www.flickr.com/photos/williezgz/4026372067/

Algo me llamó la atención; quizá fuera sólo la dignidad que transcendía de su figura, aunque la soledad fuera tan patente.
Todos los días a las tres y media, atravieso una pequeña zona ajardinada, que a esa hora está siempre desierta, salvo este lunes. Él estaba sentado en uno de los bancos, ofreciendo su fisonomía al tibio sol, mientras sus manos descansaban en el usado bastón. Miraba a un lugar que parecía bascular entre la nostalgia, el desamparo y la espera.
Hoy es jueves y amenaza lluvia, noto que me voy acostumbrando a su imagen porque sé que voy a buscarlo, pero al mismo tiempo, deseo que no se haya arriesgado.
Sin embargo, en cuanto llego y miro, lo veo, casi en idéntica postura. Siento necesidad de acercarme y entablar conversación con él. Algo, a caballo entre la curiosidad y la inquietud, me tiene atrapado.
Me siento a su lado, mientras digo: “buenas”.
Él, giró su cabeza y me sonrió. Entonces vi en su mirada toda la tristeza del mundo.
Comenzamos a charlar del tiempo, de que si podía a llover, de que hacía un par de días que le observaba, de  si era nuevo en la zona, si estaba casado...
En cuanto  mencioné el matrimonio,sus ojos chispearon,  su mirada se llenó de ternura y comenzó a hablar.
- Hace dos meses que se me ha ido María -dijo-, hacia 56 años que estábamos casados. Somos de un pequeño pueblo, pero al jubilarnos, vendimos lo poco que teníamos y compramos un pisito, porque en el pueblo estábamos solos y nuestros tres hijos viven aquí. La echo mucho de menos y sólo espero que llegue mi momento para correr con ella. Sé que me espera.
- Y ahora ¿vive Vd. solo?.
- Si, mis hijos no tienen sitio, ya sabe, los nietos necesitan poder moverse, pero me dan la comida porque yo soy un desastre y no sé prepararla. Uno cada semana. María era la que se ocupaba de mi.
- Ya comprendo -digo-, esta semana le toca uno que vive aquí ¿no?
- No... bueno, si, bueno, no. Este jardín está de camino entre el piso y el de la pequeña que yo pensé que era la de esta semana....
Un tonto temor comenzaba a encogerme el estómago, pero aguardé que continuara, invitándole a seguir con mi actitud.
- Pero..., estoy ya tan torpe que me equivoqué. No era a su casa a la que tenía que ir y, no me esperaban..., así que no han podido darme la comida. Y no recuerdo qué casa me toca..., no me acuerdo.
- ¿Lleva sin comer todos estos días?.
- Mía es la culpa... ellos están siempre tan ocupados..., es la vida. Si estuviera mi María...
Aquel hombre me miró con sus vidriosos ojos, sonriendo con una ternura y una conformidad infinitas y yo no sé definir todo lo que sentí.


Nota:
Este texto está basado en una carta que hace muchos años leí en una revista. No la he olvidado.

martes, 11 de enero de 2011

POR FIN LIBRE

El autobús se había parado. Hacía frío, mucho frío y el día estaba tan triste. El paisaje que asomaba por la ventanilla era desolador: una fila de feas casas se alargaba hasta perderse en la recta; la carretera asomaba herida y salpicada de charcos y no se veía a nadie por las destartaladas aceras.
Sin embargo ella se sentía relajada, tranquila y, sobre todo, liberada. Pensó: “como los caballos de aquella estatua”.
Pero, le molestaban los zarandeos de aquel hombre.
A cada nuevo tirón de la manga de su gabardina, alzaba la voz un poco más y repetía.
-  Señorita, tiene que bajarse, el autobús ha llegado a destino.
- Señorita, señorita, llamaba  otro hombre, mientras se  acercaba
Una nueva sacudida en su manga, la obligó a mirar.
Dos hombres desconocidos estaban hablando al tiempo tratando de llamar su atención.
Entonces, sin decir nada, abrió el bolso y se lo mostró:
Bajo un gran cuchillo ensangrentado aparecía lo que semejaba un escroto y un pene...

Imagen: De Elia Fuentes.-  http://www.flickr.com/photos/seix0