miércoles, 7 de mayo de 2008

RETRATO EN SEPIA



Centenarios soportales de piedra daban sombra a aquel viejo sillón de mimbre que cobijaba y protegía su maltrecho y envejecido cuerpo. Vestía un raído pantalón negro de finas rayas grises y una rústica camisa de lino, tejida en casa, totalmente abotonada. Tapando su anciana y noble cabeza llevaba una usada boina, también negra, que cubría los escasos cinco o seis pelos blancos que todavía le quedaban.
Aquellas enormes y callosas manazas suyas, curtidas por años de intemperie, llenas de arrugas y un fino vello blanco, descansaban, una sobre otra, en aquel grueso bastón que le diera apoyo durante tantos años y, su cara, surcada por profundas arrugas que más parecían regatos secos en los que crecía una dura, resistente y corta barba blanca, estaba apoyada, casi lángidamente, sobre ellas.
Sus ojos, antaño azul intenso, estaban ahora velados por unas no ya incipientes cataratas que le aportaban un ligero y casi transparente manto blanquecino, como resultado del cual, los ojos, asomaban tristes y mortecinos.
Sin embargo, nadie que lo viera allí sentado, tarde tras tarde mientras el tiempo se mantenía templado y estable, hubiera sospechado que la mirada de aquel hombre aparentemente perdida, estaba concentrada entre soñadora y melancólica, mirando el mar que tenía al otro lado de la carretera , evocando y añorando el mundo que sus retorcidos y dolientes huesos le obligaran a abandonar o que, próximo a su fin y realista como fue siempre, sólo contempla un poco abatido, una ralentizada y dura película de su paso por la vida.

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