sábado, 26 de abril de 2008

¿BRAIS O DON BLAS?

Aquel día cuando llegó a su fructífera empresa don Blas Dapena Ponte, no se encontraba demasiado bien, además desde hacía unos días estaba un poco cansado. Sin embargo, era su responsabilidad aquel magnífico despacho de abogados desde hacía más de cuarenta años y había mucho trabajo. Ahora tenía dos socios más y daba trabajo a otros dos abogados, pero él era el fundador y mayor accionista.
Cuando se sentó en aquella cara, hermosa y cómoda silla, apoyó su cabeza, levantó el teléfono para decirle a su secretaria que hasta las 11 no le molestaran e, inmediatamente, se sumió en esa especie de semi-inconsciencia que traen los recuerdos súbitos e inesperados, especialmente aquellos que hace tiempo que tenemos arrinconados.
Se vio de repente, en la vieja y oscura casa de sus padres, aquella primera mañana que asistiría a la escuela del pueblo, del que su aldea distaba casi 2 km. Se reconoció colocándose aquellos zuecos (botas fuertes) de grueso cuero, cordones y suela de madera con tachuelas clavadas, que ya sólo utilizaban en las aldeas porque eran lo mejor a lo que podían acceder: asequibles, duros, resistentes y duraban todo el año. Se encontró después llegando a la pequeña escuela de niños, a cuya puerta había un hombre con traje y corbata al que no conocía y que hablaba tan raro.
Esa primera noche había llorado en cama, ante la impotencia que sentía por no comprender. Pensaba que era torpe y un poco tonto. Le habían dicho que aquello que hablaba su maestro y los niños del pueblo era castellano, que era el idioma fino, de los ricos y de las gentes de la ciudad. También era el habla del saber y del aprendizaje. Pero él no entendía y en la escuela se reían. Vertió más lágrimas en la oscuridad del cuarto y en noches sucesivas, hasta que ya cansado, tomó la determinación que marcaría toda su vida: nadie, nunca más, se volvería a reír de él; nadie, nunca más, volvería a pegarle con una flexible varita de sauce en las desnudas piernas si no comprendía o hacía algo mal; nadie, nunca más, prescindiría de su palabra arrinconándole.
Su tesón, su fuerza, su férrea voluntad, su esfuerzo continuo y permanente lo habían llevado a la Universidad y a ser el número dos de su promoción. Su trabajo, serio, honrado y muy eficiente, lo habían sentado en aquel despacho.
Había triunfado, ahora lo veía muy claro, por las humillaciones sufridas aquellos primeros días de escuela en aquel pequeño pueblo alejado de todas partes, por el frío y las mojaduras que había soportado durante sus años escolares, por la cabezonería de su padre que se había empeñado, prescindiendo de su necesaria ayuda, en que buscara algo mejor saliendo de aquella aldea, de la miseria. Su pai, se había empecinado en hacer de él algo distinto, un hombre educado como el médico, el boticario, el alcalde o el señor del pazo.
Su esposa, sus hijos, su casa, sus pocos amigos y el respeto, quizá envidia, que ahora despertaba, eran producto de aquel empecinamiento de su padre y de la humillación que le hizo rebelarse, afirmarse y trabajar con denuedo.
Notó una fuerte punzada de añoranza en el pecho. Veía ahora muy cerca la pobreza de aquella casa, la era, la vaca, las gallinas, los árboles, los sembrados, todo el paisaje, el sudor, el esfuerzo, la falta de medios, el frío, la humedad, el sol, el llar, la ternura a pesar del cansancio permanente de su madre, la capilla, el río, el puente..
Su agotamiento se acentuó y el sordo dolor que notaba en su brazo izquierdo parecía que aumentaba.
Cuando una hora más tarde su secretaria abrió, después de dar unos golpecitos con los nudillos en la gruesa madera de la puerta, se encontró a don Blas Dapena Ponte, Brais para su familia y las gentes olvidadas de su infancia, con la mano derecha sujetando su brazo izquierdo, la cabeza en una postura inverosímil y un rictus que parecía una tenue y nostálgica sonrisa en la boca.
Estaba muerto. Don Blas Dapena Ponte, había fallecido en un momento de nostalgia al recuperar al Brais que fue.

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