miércoles, 9 de abril de 2008

¿UN DÍA CUALQUIERA?

Fotografía de Virxilio Viéitez, de Soutelo de Montes.


Ya cantaban los gallos y tenía que levantarse pues aquel día había mucha tarea. Se frotó los ojos y antes de salir de la cama, echó mano de la gruesa chaqueta que estaba sobre la silla que le hacía las veces de mesita de noche y se la puso.
Se arriesgó entonces a levantarse y con un estremecimiento se acercó al viejo lavabo en cuya pila, después de romper el ligero hielo que cubría la superficie del agua de la jofaina, vertió una buena cantidad con la que se lavó las manos, cara y cuello, frotando enérgicamente para reaccionar. El contacto del agua fría consiguió despejarla y despertarla de todo.
Cuando salía del cuarto, su marido comenzaba a desperezarse.
Pasó por las otras habitaciones a despertar a sus hijos de camino a las escaleras que la condujeron a la planta inferior y a la cocina. Había cocido pan la noche anterior por lo que, al entrar, se sintió reconfortada por el aroma que todavía persistía. Encendió la pequeña cocina económica con unas piñas y leña que alternaba con carbón. Puso el cazo con la leche sobrante de la noche anterior al fuego y las tazas con sus cucharas y el paquete de azúcar en la desgastada y raída mesa de madera.
Cuando notó que su hija bajaba para hacerse cargo, se puso los zuecos, se echó el mantón sobre los hombros y salió a la helada era que se hallaba cubierta de frío rocío.
Era día de matanza y había cosas que hacer antes de la llegada del matarife. Así que abrió el gallinero para que salieran las aves que lo hicieron con gran estruendo, recogió los huevos de las pocas puestas y los depositó en un pequeño cesto que siempre tenía a mano. Abrió la cuadra para vigilar la cerda que acababa de parir y ver si todo seguía en orden; los 8 preciosos y rosados cerditos dormían plácidamente muy pegados a su madre y entre las pajas que cubrían el suelo de tierra. No había verdura en la huerta, casi toda estaba quemada por las heladas, así que cogió unas patatas del alpendre. Repasó la artesa, la sal, los barreños y todos los demás útiles que iban a ser utilizados ése y los próximos días, colocó en el lugar habitual el banco para la matanza, así como la paja que usarían para chamuscar el animal y volvió a la cocina para desayunar, justo cuando llegaban también, el marido y el hijo dispuestos para la faena.
Comieron en silencio. Eran las 8h 30” de un terrible y frío día de Diciembre, como convenía para el sacrificio. Su marido, como venía siendo habitual últimamente y cada vez más, le pidió el aguardiente y se sirvió una buena ración encima de la humeante leche.
Llegó el matarife junto con algunos vecinos que solían ayudar a sujetar al animal y ella, que siempre lo pasaba mal en esos primeros momentos, dejaba a su hija, menos escrupulosa, la tarea de recoger la sangre y de la atención a los hombres.
Tímidamente el sol comenzaba a notarse y se agradecía. Los campos permanecía todavía blancos por la fuerte helada, pero ya comenzaban a verse algunos pequeños claros de hierba verde en los lugares que recibían los primeros rayos, de todas maneras, la ropa del clareo, que salió a recoger, se encontraba totalmente tiesa. Como pudo, fue doblándola en la tina.
Al regreso, todo había sucedido y se dispuso para el pesado trabajo que les esperaba. Más tarde se pasarían también su madre y su suegra para ayudar.
Así que, mientras el matarife, ayudado por hombre e hijo, chamuscaban el cerdo, se preocupó de servir a los otros, que ya se iban, sus buenas dosis de aguardiente, con un estupendo bizcocho que su hija había preparado el día anterior y facilitarles agua, jabón y un paño, por si se querían lavar las manos.
Su marido estaba serio y taciturno, más que habitualmente. No le había dirigido la palabra desde la fuerte discusión de la noche anterior en la que ella había salido en defensa de su hija que se quería marchar a la ciudad para buscar un futuro lejos de la aldea. Sabía coser y pensaba que podía encontrar trabajo. No iba a estar sola ya que tenían conocidos y familia que podían echarle una mano, como se había hecho siempre. Entretanto, ahora, seguía bebiendo y ella comenzó a temer que pudiera pasar como otras veces, como tantas, sin saber qué hacer para evitarlo.
Los cuchillos propiedad del matarife, estaban colocados en el banco donde se necesitaban para abrir, destripar, vaciar y cortar, bien afilados y encima de un trapo limpio. Cuando los demás se marcharon, se acercó para observar cómo iba todo. Su marido la miró ceñudo y pregunto:
- ¿Dónde está la hija?-
- Arriba, haciendo las camas,-
- Es aquí donde hay que estar,-
- Ahora vendrá hombre, no se va a marchar todavía y menos sin hacer su labor.
No podía tolerar de ninguna manera que ella, su mujer, la que vivía en su casa, comía su comida y ocupaba un lugar en su lecho, le hablase sin respeto y de aquella manera, delante de extraños y del hijo. Quizá fue la palabra: “todavía”, el tono empleado, el aguardiente ingerido, la ira que había ido acumulando desde la noche anterior, sus cada vez más lúgubres pensamientos, o la facilidad y la cercanía de aquellos afilados cuchillos, el caso es que...
Muchas horas más tarde, los habitantes de aquella aldea, con semblantes llorosos las mujeres, serios y abatidos todos, se reunían delante de la casa en la que ella nunca más volvería a trabajar.

1 comentario:

La signora dijo...

Triste historia.

A veces se asesina con la mirada, con las palabras, con el tono de voz.
A veces se asesina con la indiferencia.

Te leo.