lunes, 14 de abril de 2008

EL ARCHIVO: J.T. (Un relato muy convencional)

Xurxo había llegado hacía unos pocos días, para asistir a la boda de su hermana Antía, que se iba a celebrar por todo lo alto aquí, en el pazo que sus abuelos tienen a las afueras de la ciudad y a la que asistíamos casi toda mi familia, pues nos unía una vieja amistad.
Hacía dos años que se había marchado a vivir a Buenos Aires para dirigir los negocios de su padre en aquel país.

Ambos habíamos pertenecido toda la vida a un grupo de gente que se movía por los mismos lugares, e incluso nuestros padres tenían casa de veraneo en el mismo pueblo costero. Con ligeros altibajos, hemos formado parte de la misma pandilla y, desde siempre, yo había estado perdidamente enganchada a su mirada. Tan es así que no puedo recordar un instante en mi vida en el que mi pensamiento lo ocuparan otros ojos que no fueran los suyos.
Mientras, él no me veía. Él pasaba de una cría a otra, mientras fuimos muy jóvenes, y de una a otra mujer ya de mayores.
Inopinadamente, sin explicación aparente y ya finalizados los estudios, su mirada y la mía coincidieron para mi felicidad. Me quería o eso decía. Incluso intentaba encontrar alguna explicación al hecho de que yo siempre hubiera estado allí para todo el mundo menos para él.
Así que, ingenuamente, a medida que un mes sucedía a otro, comencé a creer y empecé a soñar con una vida a su lado. Nuestras familias también estaban felices y haciendo todo tipo de planes.
Pero el azar, que siempre parece que está ahí para estropear las mejores historias de amor, hizo que, tras un accidente sufrido por el Administrador general y hombre de confianza de su padre en Argentina, éste decidiera enviarlo a él, para ponerlo al frente de los negocios en aquel país. Era una estupenda oportunidad para su carrera, incluso pensando en nuestro futuro.
Juró que nada cambiaría, que volvería para casarnos y llevarme, una vez tuviera la suficiente seguridad en sí mismo (respecto a sus nuevas e importantes responsabilidades), para decidir tomarse un tiempo para casarnos, viajar un poco y establecernos.
El intenso correo y el teléfono fueron el sostén de nuestro amor. Nos escribíamos todos los días y nos hablábamos un par de veces, también diariamente.
Hasta que, de pronto, el silencio se impuso y las cartas cesaron. Sus ojos ya no me buscaban ni a través del papel, mucho menos por teléfono. Nunca contestó mis llamadas, ni mis angustiadas cartas. A su familia, jamás quiso darles explicación alguna.
Y comencé a morir lentamente; es decir, a darme cuenta de que el tiempo que iba pasando, me conducía solamente y de forma inexorable a la muerte, no tenía otra perspectiva. Pasé estos dos años, enfrascada en mi nada placentera profesión y mi lento fallecimiento que me llenaban de resentimiento, dolor, desesperanza y deseos de terminar. Ni siquiera una mínima pasión me llevaba a pensar en el suicidio o en la venganza. Era mucho peor, vivía por y para nada, cada vez más sola, distante, escéptica, resentida y amargada. Nada.

Y ahora estaba aquí. Su primera mirada sirvió para darme cuenta de que sus ojos, absurdamente, continuaban siendo mi vida. Él lo tuvo fácil, sonrió, se acercó, me hizo una leve caricia delante de todos y me abrazó tierna y largamente. Luego, me separó lo suficiente como para que sus ojos pudieran ver los míos, me dijo: “qué guapa estás” y puso su beso más dulce en mis labios. Y mi lenta y deseada muerte se paralizó aquella noche y las siguientes con sus días.
Han pasado dos meses, que su padre nos regaló sustituyéndolo temporalmente en Argentina y durante los cuales nos hemos separado apenas pocos minutos. Nunca pretendió justificarse, ni solicitó perdón y yo, como en un sueño, no pedí explicación.

Ahora voy camino de la iglesia para contraer matrimonio con mi maravilloso vestido de novia en un enorme y precioso coche de mi abuelo, en cuya casa al lado del mar se celebrará el ágape. Miro la cara de mi padre, sentado junto a mí, que trasluce unas recuperadas alegría y tranquilidad y me pregunto qué está sucediendo.
No obstante, entro en la iglesia y la boda, organizada por ambas madres, se celebra con alegría, pero con un extraño automatismo por mi parte. Xurxo a mi lado, me mira embobado y sus ojos, mis ojos, aquellos que llevo insertados en mi alma desde niña, me producen una relativa emoción.

Un coche nos ha recogido en el Aeropuerto de Eceiza, después de una “luna de miel” larga, tranquila y en lugares paradisíacos. Nos espera una nueva vida en el precioso piso que él ya ocupara durante los dos años de mi lento fallecimiento.

Una semana después de nuestra llegada comienzo a sentirme mal y acudo al médico quien me confirma un embarazo. Mi felicidad se torna pequeña cuando pienso en Xurxo. No sé que me está sucediendo. No conozco los motivos por los que ahora, de pronto, después de haber vivido toda mi vida soñando con lo que tengo, no me ilusiona. Su mirada se ha vuelto otra y ya no provoca en mí aquellos deseos de sumergirme y sosegarme en ella. Sus abrazos apasionados, cuando se producen, no me causan sino una extraña inquietud y un placer retorcido y morboso. Es como si presintiera algo que no consigo atisbar y ese algo marcara una ostensible diferencia en la relación.
Sin embargo callo y sigo mi vida con él que está que no cabe en sí de felicidad por su futura paternidad y nuestra vida en común. O eso dice.

Un día de compras regreso a casa inesperadamente y hay una mujer en su despacho con él. Una hermosa joven que se ruboriza (cosa harto extraña en estos tiempos) cuando Xurxo nos presenta. Es una secretaria de la empresa que ha venido a traer unos documentos y yo, no comprendo porqué la situación me incomoda y violenta. Pero me voy y les dejo trabajar.
Días más tarde cuando estoy arreglando precisamente el escritorio en su despacho, que yo también utilizo en su ausencia, sale del vade un sobre. No parece un sobre de una carta profesional; se trata de un precioso y cuidado sobre en papel de barba color beige claro y con las iniciales J.T.. La dirección tampoco está a máquina sino manuscrita con una letra, yo diría que femenina y muy bonita, por cierto. Dentro hay un papel, lo abro y sí, es una carta, pero no me atrevo a leerla. Todavía no.
Sin poder evitar la curiosidad que se ha despertado en mí, accedo al ordenador y comienzo a husmear cada vez más nerviosa. Es algo feo, lo sé, pero no lo puedo evitar.
Luego de un rato de buscar no sé qué, por absoluta casualidad, entro en un archivo identificado como “Personal”. Es como una especie de dietario, sin llegar a serlo. Allí encuentro, debidamente separados en un sinnúmero de carpetas individuales, citas de negocios, direcciones, teléfonos, incluso de amigos, pensamientos, llamadas pendientes, pequeños textos que identifico como suyos, algún ensayo de pequeño poema... Esta nueva faceta de Xurxo la desconocía, escribía bien, pero como para... Avanzo por las carpetas y mi corazón se acelera cuando encuentro una con las iniciales J.T.
La tengo delante y no me atrevo a pulsar su apertura. Mi corazón late aceleradamente y la respiración está entrecortada. No puedo hacerlo, yo no soy así. Sigo mirando, entre absorta y asustada, aquella pequeña carpeta hasta que vuelvo a pasar mi vista sobre las iniciales...
La secretaria del otro día se llamaba Julia. Pronuncié su nombre en voz alta y sonó en mi cerebro como una terrible bofetada.
Mi mano tiembla sobre el ratón pero, aún con dificultad, lo pulso. Se activa un amplio archivo, muy ordenado en sub-carpetas. La primera data de hace casi dos años.
Tuve que levantarme y beber un vaso de agua. Mi corazón estaba acelerado y mi cabeza a punto de estallar. Intenté calmarme e hice ejercicios respiratorios pero sabía que tenía que ver qué significaba todo aquello.
Así que, sentada de nuevo, volví a pulsar. Había de todo: mails, poemas, citas, pensamientos, cartas... Todo con un destinatario concreto: Julia. Aquella carpeta contenía dos años de silencio, de ausencia y de abandono, pero también dos años de dedicación, de pasión, de intenso amor. Y de muchas mentiras, pues Julia era hija del fallecido Administrador, una profesional independiente de la abogacía y también estaba casada.
Otra sub-carpeta, una sola, tenía mi nombre y allí estaban las justificaciones, algunos remordimientos, los pecados, pero ninguna súplica de perdón, ni un resquicio de amor o simple ternura. Estaban también las propuestas de un gran actor, Xurxo, para un contrato a largo plazo muy estudiado y todo en letra pequeña. Un contrato de obligaciones, las suyas como comprador, para conmigo su propiedad. Y luego sus deseos, esperanzas, sueños y futuro para sus proyectados hijos y su vida e ilusiones con y para ellos. Y más mentiras, porque hasta las miradas embobadas, estaban minuciosamente señaladas.
Volví a Julia y en uno de los múltiples poemas que le dedicaba, Brais se dolía porque no podía tener descendencia. En una carta, ella le contestaba con parecidos sentimientos. Habían cruzado largas y sentimentales cartas por esa razón.
Era eso, ahí estaba la explicación de nuestra boda. Él sabía perfectamente por mis revisiones ginecológicas, que yo no tenía impedimento alguna para procrear, es más, que seguramente sería la perfecta engendradora. Tampoco las mujeres de mi familia tuvieron problemas.
Y, perdida la vergüenza por lo que hacía, continué rebuscando y hallé muchos largos mails cruzados con ella desde España, explicando, justificando, contando. Y otros desde nuestra llegada, con avisos, citas y demás. También las respuestas a todo ello de Julia.
Furiosa, despedí el archivo y me di cuenta entonces de que, los silencios de Xurxo, las miradas perdidas que sorprendía a veces, las horas de trabajo que se alargaban demasiado, sus abrazos que yo notaba desesperados y que justificaba con una pasión reencontrada, todo ello, arrancaba de un dolor profundo, de una permanente decepción.
Allí, en aquel archivo, estaba encerrado, oculto e invisible hasta este momento, el motivo de mi desasosiego que ahora por fin identificaba. Esa inquietud que yo había notado, casi desde el primer instante de nuestro reencuentro, en la boda de su hermana.
Aquellos ojos que sentía míos desde que mi memoria recordaba y su mirada, tan breve ahora, estaba muy claro, eran otros y no me pertenecían.

Como una autómata consulté la agenda de teléfonos y encontré una Agencia de Viajes a la que inmediatamente llamé para saber las posibilidades de vuelos a España. No había problema, había billetes en un vuelo que salía al día siguiente con destino a Santiago de Compostela a la 16:30 h.. Hice la pertinente reserva, por supuesto en “first class sleeper” y la cargué a su tarjeta.
Preparé una maleta con lo más indispensable, tampoco deseaba que, por cualquier motivo Brais accediera a mi ropero en el vestidor y lo encontrara vacío. Y, eso sí, envolví cuidadosamente un par de regalos personales muy apreciados por mí y que estaba segura de que su falta no llamarían la atención especialmente. De tal forma que, en una maleta pequeña, metí únicamente lo imprescindible para un par de días; el neceser lo guardaría por la mañana, tenía tiempo. Y, ya solucionaría a la llegada la falta de ropa que, de todas formas y teniendo en cuenta mi estado, iba a tener que reponer en breve plazo.
Me preparé un baño de espuma perfumado y relajante y con una copa de vino y música suave, disfruté de la caricia del agua, de los aromas y de la música largamente.

Xurxo, como era cada vez más frecuente, regresó bastante tarde, así que, nos limitamos a tomar una cena fría consistente en una ensalada, yogur y frutos secos. Vimos un rato la televisión y él dijo que estaba cansado por lo que me besó levemente en la frente y se acostó, después de hacer una caricia a mi vientre e interesarse en si todo seguía igual, es decir, bien. Nada le importaban mis mareos matinales, mis náuseas o mis ascos. Más tarde, cuando tenía la seguridad de que dormía, lo hice yo. Lamentaba tener que dejar sin terminar la novela de Coetze, pero la compraría en España.

Por suerte no me desperté cuando a las 8 de la mañana salió de casa. Lo hice cuando me sonó a las 9 el despertador. No tenía demasiado que hacer. Me preparé un café bien cargado, una tostada, tomé una ducha y luego de meter el neceser con los objetos de tocador en la maleta, la cerré. Terminé de vestirme y encendí el ordenador.
Había una nota para mí sobre el vade. Era nuestra manera de comunicarnos cuando algo surgía. Simplemente decía que me llamaría porque no volvería hasta la noche.
Accedí al famoso archivo “Personal” y le dí a Borrar, ¿está segura de que quiere borrar todo?, acepté y comenzó a desaparecer un archivo tras otro, una carpeta tras otra. Quizá pudieran recuperar algo, mis conocimientos informáticos no alcanzaban a tanto, pero, al menos, se llevaría un buen sofocón y, lo más importante para mí, sabría...
Llamé para que un taxi me recogiera a las 12:30 h., escribí una nota que dejé encima del sobre J.T., cuya carta ni me molesté en leer y la coloqué encima del escritorio, bien a la vista. La escueta nota decía: Xurxo, me voy y me llevo a tu hijo o hija. Y lo hago porque, ahora sé.
Dí una vuelta por aquel maravilloso piso en cuya decoración poco había tenido que ver, cuyos cuadros no había ni elegido ni colgado y cuya ostentación comenzaba a ahogarme ahora, aunque nunca me hubiera molestado antes.
Entré en el despacho de nuevo y, de pronto pensé que quería romper algo, que quería destrozar lo que seguramente J.T., Julia Tábora, había ayudado a elegir. Así que, con toda la calma que mi acelerado corazón me permitía, pateé el ordenador, rompí la pantalla, aquella maravillosa escribanía de plata la pisoteé hasta que pareció del siglo XV y en muy mal estado, es decir, necesitando imperiosamente una restauración, rompí los marcos y cristales de los títulos enmarcados. Pensé rasgar aquel hermoso cuadro, el único que tenía algo que ver conmigo pues era un regalo de boda, y que estaba pintado por nuestro paisano Antonio Quesada, con el título de: “Pueblo en pantano”, pero me dí cuenta de que mi odio no era contra el arte, así que me limité a romper cristal y marco, después de retirar cuidadosamente la tela. Miré satisfecha como estaba todo y, animándome con lo conseguido, seguí tirando jarrones de cristal, y todo aquello que rompiera con facilidad, dejándolo caer para que se hiciera añicos. Así, roto, también estaba mi corazón.
Ya iba llegando la hora, rajé los carísimos sofás de cuero y rallé aquella mesa Chippendale que se había traído desde España. Capricho satisfecho por sus padres.
Eché una ojeada y satisfecha, que no curada, me senté esperando la llamada del taxi.

Ni una sola lágrima ha salido de mis ojos. El vuelo ha sido espléndido y al llegar a Labacolla tomé otro taxi para casa de mis padres.

Ha transcurrido ya un mes que me ha tenido muy ocupada presentando papeles para el divorcio, hablando y explicandoa todos, especialmente a los padres de ambos. De los cuatro, por cierto, solo he recibido simpatía, solidaridad y apoyo. He buscado una vivienda y estoy tratando de encontrar un trabajo que me satisfaga para iniciar una nueva vida, donde también quepa mi futuro hijo o hija.
La indiferencia que siento es tal, que en mi espíritu solo queda hueco para dedicarlo al futuro, cualquiera que sea y con todas las consecuencias. Me aplicaré a ello con denuedo, ahora ya sí. Hay un optimismo que parece querer asomar y comienzo a descubrir facetas en mí que desconocía: soy fuerte y puedo tomar decisiones y mi corazón aparece restaurado con "tiritas"

Mi venganza es simple, no la hay, solamente ausencia, abandono, silencio y unas cuantas cosas rotas. Y mi corazón sanando.

Hoy me he despertado sonriendo y con mi taza de café en la mano, he salido a la terraza a disfrutar del silencio, los pájaros y allá, un poco lejos, el mar.

Fotografías:
Cierre de pazo sin identificar, obtenida en Google.
Cuadro Antonio Quesada: "Pueblo en pantano".

1 comentario:

La signora dijo...

La intuición y la curiosidad. ¡Qué combinación! Por acá se dice que el que busca encuentra.