jueves, 31 de julio de 2008

ÚLTIMO PASEO CON RUFO


Era un día de principios de otoño, gris pero bochornoso. El aire pareciera que estuviese como las gentes, preparándose para la llegada del invierno: nervioso, espectante, pero quieto.

A las 7 en punto de la tarde y como otros días desde hacía no mucho, Elías atravesaba la puerta del parque con su perro. Por la mañana muy temprano había estado dando otro paseo con él; ahora era su distracción, salir a pasear con Rufo y verle correr en libertad en uno de los pocos lugares en los que todavía podía hacerlo. Por eso le gustaba especialmente esa hora en la que, en otoño, después de las meriendas de los niños, las madres abandonaban el parque y se retiraban para que hiciesen los deberes.

Desde que recordaba, siempre había tenido perro. Se entendía bien con los animales en general y con los perros en particular, así que, sabía lo que tenía entre manos y jamás había tenido un problema provocado por ellos. No le resultaba tan fácil la relación con sus iguales, de los que desconfiaba, no entendía y siempre le resultaban ajenos.

En el parque había apenas unos cuantos solitarios como él y un grupo de jóvenes probando lo que quizá fuera su primer cigarro. Algún abuelo rezagado, echaba pan a los patos.

Rufo, era un afgano casi tan huraño como él, independiente, muy veloz y ágil así que disfrutó viéndole correr tras el palo que le tiraba, alternándolo con su juguete favorito, aquel falso hueso que le encantaba morder.

Si veía algún perro y para evitar enfrentamientos o peleas inútiles, lo llamaba a su lado.

Cuando estimó que el perro había corrido bastante, se sentó con él a sus pies, dispuesto a releer el manoseado diario que llevaba bajo el brazo. A sus pies Rufo mordisqueaba su hueso.

Aquel gran parque estaba situado en las afueras de la ciudad, a un buen paseo de su domicilio. Aparte de esparcimiento, el parque servía de vía de entrada o salida para las aldeas que rodeaban la ciudad en pequeñas lomas y más lejos, algún que otro bosque en laderas plagadas de árboles que daban cobijo a una abundante caza menor. Era por tanto el camino elegido por los cazadores que regresaban de sus partidas.

No los vio, no tuvo tiempo. Rufo salió disparado ladrando. Tres cazadores regresaban dando buena cuenta de sus botas de vino con 6 perros que, anormalmente, iban sueltos y que salieron en persecución del suyo.

Rufo, con la velocidad de su raza, ya estaba lejos cuando comenzó a llamarlo, así que, mientras rebuscaba en sus bolsillos buscando el silbato que utilizaba para atraerlo, observó que los perros habían comenzado a perseguirlo con la mirada satisfecha de sus amos que reían con estentóreas carcajadas. De pronto, uno de ellos se llevó la escopeta al hombro. No hubo tiempo de nada, sonó un disparo, luego otro y Rufo yacía rodeado de 6 magníficos perros cazadores.

Su ira, que a duras penas había tenido controlada desde su salida del psiquiátrico y que mantenía a raya gracias a la medicación, a su recién recuperada preocupación, así como a los controles y vigilancia a los que era sometido y los cuales se había propuesto no saltarse más, hizo explosión en un momento y corrió hacia los cazadores que miraban a los perros sonriendo y sin inmutarse.

Todo sucedió en unos segundos, saltó sobre uno de ellos y derribándolo comenzó a apretar su cuello. En cuanto sus compañeros salieron de su estupor inicial, se llevaron el arma al hombro para cobrarse la segunda pieza que el monte les había negado.




Fotografía: Elia Fuentes, Seixo.

1 comentario:

Mariano dijo...

Simplemente queria comentarte ya que lei varios articulos y me parecieron muy buenos...

Te espero en mi blog que hay articulos nuevos!

saludos!