sábado, 28 de junio de 2008

SÓLO PALABRAS

El agnosticismo al que había llegado, no por reflexiones profundas, metódicas, documentadas, comentadas o estudiadas, sino simplemente por experiencia, escepticismo casi innato, amor a la vida y un realismo no exento de ensoñación y poesía, la tenía en ese permanente estado de inquietud expectante y tranquilidad apacible, a pesar de la contradicción palmaria que parecía desprenderse de ambos términos.
Era así y a partir de esa postura vivía, miraba, amaba, sentía.
Su educación y toda su infancia se había desarrollado en el seno de una familia profundamente religiosa y los colegios a los que había asistido y sus profesores o profesoras no lo eran menos. Es curioso pero ahora, con el paso de los años, no lo lamentaba, es más, casi lo agradecía.
Precisamente habían sido su familia y sus educadores los que le habían dado las armas del pensamiento, los que, a lo mejor de una manera no buscada e inconsciente, la habían colocado en una posición que le permitían mirar, observar, ver, analizar, notar, experimentar, sopesar, medir y, sobre todo, razonar y decidir. Pero, especialmente había aprendido a amar. Después de soltar el lastre de todo aquello que creía que sobraba, estaba más o menos contenta y conforme con el resultado de la educación, sentires y haberes que poseía.
Y todo ello, sin perder la perspectiva ni la facultad de respetar y admirar a los demás, con sus diferencias, creencias, colores, posturas y discursos incluso, quizá por el simple hecho de ser. Pensaba que era capaz de separar lo bueno que había en cada cosa, en sí misma y en los demás.
A veces llegaba a creer que ese respeto hacia todo y todos, ese beneficio de la duda que siempre aplicaba, la bondad de pensamiento, esa capacidad de saber colocarse en lugar del otro, era perjudicial hasta para ella misma. Sin embargo, no lo podía evitar.
Era así y sus armas no estaban hechas para la lucha, ni siquiera, ahora lo sabía, para la defensa y menos para la defensa a ultranza. Su sable mellado, su coraza, cota de mallas y maza no eran ni un leve escudo. Eran casi meros adornos que la vida le había ido facilitando y que, amante de sus cosas, sobre todo si eran viejas y antiguas, aun ajadas e inútiles por el paso de los años, las atesoraba. Las llevaba a la vista y presumía de ellas, para que los demás también las admiraran y disfrutaran.
Estaba por tanto armada pero sin defensa aquel día en el que se cruzó con todos los intransigentes, fanáticos, autoritarios, totalitaristas y fascistas, opresores, reaccionarios, tiranos, déspotas y furibundos nazis y ellos sí que portaban sus armas en toda regla y cargadas.
Suavemente les sonrió, puso su mejor cara, la más agradable y simpática, para contrarrestar los temblores de sus piernas, los latidos de su corazón, el miedo que ante aquella caterva comenzaba a sentir. Quiso hacerse invisible, pasar desapercibida, que no la vieran, que no se fijaran en aquel ser que iba contracorriente enfrentándose a la marabunta totalmente inerme o con armas obsoletas.
Pero no lo consiguió. Ellos y ellas, la interpelaron, acusaron e insultaron, discutieron sus tímidos intentos de apelar a un raciocinio ahogado por la masa o embutido en estrechos e incomprensibles corsés de intolerancia, pero no lo logró.
Apretaba los ojos para que sus lágrimas no cayeran, parpadeaba, sudaba, a veces gritaba pero no conseguía que la escucharan, no les interesaba, no formaba parte de su idiosincrasia y, de pronto, desde el centro mismo del sin sentido, voló una ráfaga...
De nuevo se vio en el suelo sangrando, doliente, sola, pero bien agarrada a sus inútiles armas.
Unas armas, es cierto, que cada vez más personas como ella esgrimían y cada vez con más fuerza utilizaban; las armas que usaban los tolerantes, ecuánimes, conciliadores, flexibles, benévolos, demócratas, generosos, comprensivos, partidarios de las libertades sociales, políticas, religiosas, del respeto mutuo y de la convivencia.
Y volvería a levantarse, como antes, sucia, herida, encogida y quizá más pequeña, como otras veces, igual que aquel que estaba tendido a su lado y aquella y todos los de allí y los de más allá. Y volverían a mirarse, primero tímidamente pero luego, al reconocerse, los más fuertes auparían a los débiles, a los más dañados y sus manos se unirían para encontrar la fuerza de la resistencia y la valentía que da la compañía, el apoyo y la esperanza. Y, despacio pero sin cejar en el empeño, convencerían a otros y juntos seguirían esperando y, entretanto no permitirían que nadie les quitara la facultad de amar, vivir y soñar.
Fotografía obtenida de André Mareton Ediciones. "¿Solo palabras" de Mariano Mendoza.

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