Los pasos de Iria eran cortos, como si, circunscritos a las líneas del empedrado en la acera, los propulsara el tictac de un reloj o un monótono diapasón. Eran pasos concentrados, como si cada uno de ellos encerrara el secreto de la existencia y por ese motivo hubiera que almacenarlos en un lugar precioso. Eso haría, pensó.
Era temprano, pero aquella rúa ya olía a naranjo florido. El azahar, que finalmente se había aclimatado a unas calles que no le eran propias, comenzaba a brotar con fuerza, llenando de alegría aquellas tristes ramas, tras un invierno largo, oscuro, muy frío y húmedo. Así de turbios, creía, que habían sido su mirada y sentimientos algunos años atrás. Estaba contenta de haber superado esa etapa y, sobre todo, de haber conseguido recuperar esa especie de ingenuidad, que a ella le gustaba especialmente porque le hacía disfrutar con todo; lo mismo con grandes placeres como la música, el arte, la naturaleza, como con aquellos otros, generalmente denostados por su simplicidad o sencillez.
Aspiró largamente y repitió el movimiento llenando la parte inferior de los pulmones. Luego, despacio, los vació, notando que el aroma, incluso la luz, la belleza y el aire fresco y limpio, se introducían en su interior para quedarse.
Era tan joven como la jornada que comenzaba su andadura, tan pequeña y leve como cualquiera de los cortos días que conformaron la estación que tocaba a su fin, tan inexperta como aquellos naranjos que habían sido obligados a enraizarse en tierras ajenas y, sin embargo, tan sabia, serena y resistente, como la savia que recorría los delgados troncos de aquellos árboles.
Dejaría expedita la puerta del recinto que sus pies iban formando al jugar con la silueta de la piedra y allí almacenaría esas sensaciones, custodiadas por la memoria de la mañana. Muy cerca se hallaba aquel otro espacio que encerraba la decisión que la encaminaba en ese momento.
Creía conocer bien, a fuerza de razonamiento, el riesgo personal y profesional que asumía, pero estaba segura de lo que quería. Sus padres habían tratado de disuadirla pensando que tal determinación podría, en algún momento, hacerla sufrir. Pero acabaron dándose cuenta de que era sólidamente firme y, entonces, orgullosos, le prestaron todo su apoyo.
Recordó con una sonrisa aquel día lluvioso, hacía ya dos cursos, en el que, reunidos el grupo de amigos en el café de siempre, comenzaron a hablar del futuro y a especular sobre tal o cual profesión, incluso haciendo chistes acerca del dinero que se ganaba con una u otra. Entre todos, solamente ella lo tenía claro, sabía lo que quería hacer, sin asomo de duda.
Miró el reloj, todavía tenía tiempo de mantener el ritmo sereno y lento, que le ayudaba en sus reflexiones. Pasó los dedos sobre el cristal de la esfera y sonrió pensando en su hermano. Ella era la mayor y 8 años más tarde, cuando nadie lo esperaba, llegó él.
Mauro era un hermoso niño, con unos profundos ojos de mirada huidiza, al que, después de incesantes recorridos por muchos especialistas, terminaron diagnosticando Síndrome de Autismo. Superados el miedo y desconciertos iniciales, sus padres se volcaron en el niño y su madre dejó de ejercer su profesión para estar ahí, a su lado.
Aquel nuevo ser, había llegado para trastocarlo todo.
Recordaba los celos casi enfermizos que sintió durante los primeros tiempos, el estúpido odio que había sentido cada vez que percibía la ternura con que su padre lo mecía en brazos, o cuando sorprendía unas lágrimas de desvelo suspendidas en la mirada de su madre, hasta entonces limpia, juguetona y alegre.
¿Quién era aquel ser que había llegado para desviar la atención y mimos de sus padres?.
¿Qué se creía aquel niño que daba tanto trabajo?
¿Por qué su cuidado ocupaba tanto tiempo de todos?
¿Por qué ya no podían salir como antes de paseo, sin que el enano les estropeara los juegos con unos berrinches y pataletas inacabables, sin razón ni motivo aparentes?
¿Por qué su padre ya no la ayudaba con los estudios al regresar a casa?
¿Por qué ese tiempo que era suyo, ahora se lo dedicaba exclusivamente a Mauro?
¿Por qué ya no le preguntaban, casi nunca, qué te apetece hacer, al terminar los deberes?.
¿Por qué, sin embargo, a veces notaba un sentimiento de culpa por ser como era?
Durante el transcurso de los dos primeros años de la vida de su hermano, no llegó a comprender que nadie la había abandonado y que la inquietud, incluso las primeras lágrimas, no eran porque estaba ella y molestaba, sino por el temor a lo desconocido, el miedo a perder la fuerza, a no ser capaces de responder como era su obligación... Y, tampoco fue capaz de considerar que no era culpa de su hermano.
Iria simplemente se sentía abandonaba. Antes, sus padres compartían con ella el tiempo libre y ahora, la prioridad era siempre Mauro. A veces se lo quedaba mirando y, en algún mal momento pensó que mejor si no hubiera nacido.
Fue una mala época para Iria, de la que, ahora estaba segura, había salido con el carácter fortalecido y con una sensibilidad especial para aceptar sin resquemores, lo que no era habitual, cotidiano, igual y corriente. Había aprendido a mirar lo distinto y diferente, a valorar, aceptar, respetar y ser generosa.
Tenía que agradecer a sus padres, siempre atentos que, luego de una primera etapa en la que estuvieron un poco desconcertados, procuraban compartir con ella, tanto la preocupación como los avances, por muy ligeros o leves que fueran.
Ahora sabía también que, los sentimientos negativos hacia su hermano, la obligaron a fijarse y, casi sin darse cuenta, comenzó a acercarse para observar. Al principio fue simple curiosidad, al notar las miradas de arrobo y embeleso que, a pesar de todo, le dedicaban los demás. Claro, Mauro era tan guapo, tan singular, tan atrayentemente extraño...
Finalmente, sus ansias de conocimiento, la impulsaron a intentar entrar en el lejano mundo que parecía habitar aquel ser. El cariño surgió despacio, a medida que fue perdiendo el miedo. Y los celos quedaron sepultados, aquella primera vez que osó acariciar su carita. Las yemas de sus dedos, todavía guardaban memoria de ese primer roce.
Irene recordaba con especial cariño el día en el que Mauro, por vez primera, permitió que sus miradas se encontraran por un segundo. Dentro de ella hubo algo así como una revelación; lo que sintió, no podría olvidarlo y fue la constatación de que había otros mundos y otros seres, distintos, pero igual de enormes y seguramente con muchas cosas que decir y hacer.
Poco a poco, llegó a quererlo intensamente. Aprendió además, que no era único y que no estaban solos en aquel camino. Su interés fue creciendo a medida que se acercaba a su hermano y que obtenía cualquier “respuesta”.
Cuando llegaron las primeras sonrisas al rostro de sus padres, ella comenzaba a estar preparada para compartirlas y para apoyarles cada vez que el desánimo se apoderaba de ellos. Cuando eso sucedía, los tres se tomaban de las manos hasta que, cualquiera de ellos, generalmente su padre, decía o hacía algo que los hacía reír y los animaba e impulsaba a seguir.
Han transcurrido ya 10 años e Iria siente que, tras el dolor inicial, todos los miedos, el arduo trabajo o el esfuerzo siempre incesantes de sus padres, de todos los que les ayudan o asesoran y de ella misma (tras “su etapa negra” como la llama), el resultado es fructífero. Están muy contentos del desarrollo de Mauro. Iria siente un regusto de orgullo por haber podido tener la oportunidad de formar parte de todo aquello. Queda trabajo y más esfuerzo. Pero a veces tiene la impresión de que su hermano, día a día, es más autónomo y ello la llena de satisfacción
Mientras caminaba y recordaba, mantenía sus dedos acariciando la esfera de su reloj de pulsera. Ese gesto, ya casi un tic, hizo asomar una nueva sonrisa a su rostro. A su hermano le gustan los relojes. Así que, como su madre nunca tira nada, luego de rebuscar por todos los rincones de la vieja casa y pedir a su familia y amigos todos los que pudieran tener inservibles, habían conseguido reunir bastantes artefactos de todas las clases inimaginables para que Mauro disfrutara. Aquellos trastos inservibles y viejos, primero formaron largas filas que, meticulosamente, el niño iba ordenando y alineando, siguiendo una especie de patrón que solamente él parecía conocer.
Más tarde, comenzó a manipularlos. Vieron como conseguía destriparlos y, poco a poco, con método, intentaba montarlos de nuevo. Un día se dieron cuenta de que lo había conseguido, por lo que, el juego con los relojes, se convirtió en un precioso campo de experimentación y aprendizaje, para familia y terapeutas. Había relojes por todos lados, fotografías y láminas, en colores, viejos y nuevos...
Hacía ya dos años se produjo la gran sorpresa: descubrieron a Mauro, como tantas veces meciéndose y con un viejísimo reloj de cuerda de uno de los abuelos, pegado a su oreja. Parecía feliz y ¡no era para menos! Porque, aquel cachivache, para todos obsoleto y hacía mucho tiempo fuera de uso, funcionaba.
Ése fue el momento en el que Iria pensó en el potencial que seguramente encerraba aquella cabecita y tomó la determinación de prepararse para dedicar su futuro al trabajo en pro del mejor desarrollo de aquellos seres que, como su hermano, tan inaccesibles parecían a veces. Ella creía que eran peculiares, pero sobre todo estaba segura de que muy singulares. Y esa singularidad era una potencia que había que cuidar, mimar, potenciar e impulsar.
Contaba a su favor con unas buenas dotes de observación, mucha paciencia, sensibilidad e iniciativa y todo lo que había ido aprendiendo desde que Mauro compartía y, de una manera fantástica, enriquecía sus vidas.
Había estado acariciando la esfera de su reloj de muñeca todo el rato, por lo que, cuando sus dedos tocaron el metal de la manilla de la enorme puerta de la Facultad, notó la diferencia de temperatura con una sonrisa. Había sido un buen paseo hacia su labor diaria, accionó el mecanismo para abrir y empujó.
Imágenes: Elia Fuentes, Seixo, Xalundes.